sábado, 20 de noviembre de 2010

EL VALOR DE LA REFLEXION

De entre todas las actividades que le son propias, el acto de reflexionar es el que mayor trascendencia puede otorgar a la existencia del hombre.

Es en la reflexión que el ser humano puede examinar detenidamente su propia esencia y tratar de entender el propósito de su vida, su razón de ser, su destino. Aún si le fuera imposible llegar a encontrar las respuestas que busca, la reflexión le permitiría colocar los diversos aspectos de su vida en la perspectiva adecuada. De esa manera estaría invirtiendo sus energías y encausando sus fuerzas en la dirección que conduce hacia la felicidad.

Sin embargo, en la locura en que se vive al presente, donde los ingredientes de la receta de la felicidad fácil se componen del culto al materialismo y de la imperiosa necesidad de consumir lo que sea; donde la insaciable búsqueda de gratificaciones se suma a la inmediatez que impone el desenfreno por vivir; donde poder, riqueza material y fama combinan una fórmula explosiva que alienta la competitividad salvaje y el desamor, la reflexión se torna un elemento extraño, infrecuente … hasta sedicioso.

La vida moderna le roba al hombre uno de sus bienes más preciosos: el tiempo. De todas sus posesiones, el tiempo es el que tiene una extensión limitada pues nadie puede ahorrarlo ni incrementarlo a voluntad. Sólo puede gastarlo.

El gasto ineficiente de su tiempo empobrece al hombre en varias maneras. Le impide ir llenando su vida de experiencias verdaderamente enriquecedoras, le va dejando su memoria vacía de recuerdos que puedan engrandecerle. En definitiva, atenta contra su progreso y le hace perder las oportunidades irrepetibles de acrecentar su caudal de sabiduría.

Allí es precisamente donde se libra la última batalla: en los recónditos rincones del alma, donde la reflexión tiene lugar y donde se moldean los sentimientos, donde pueden fraguarse el amor y la nobleza o los más bajos pensamientos. Es en ese lugar que la reflexión puede despertar en el ser humano la conciencia de su valor y ayudarle a encontrar el antídoto contra la "robotización" que alienta la locura que envuelve la sociedad moderna.

No debe perderse la práctica de reflexionar pues de lo contrario se pierde la vida. Sea como fuere, debe reservarse tiempo para la reflexión.

Otro valor de la reflexión es que, una vez planteadas las interrogantes que promueve, puede impulsar al individuo a la búsqueda de respuestas. Despojado de distracciones que le desvíen, concentra sus fuerzas en el propósito de entenderse mejor, comprender su destino y reafirmar su ser humano que le distingue del reino animal.

Cuando ello no ocurre vemos en las sociedades comportamientos propios del reino animal. Destrucción por el placer de destruir, egoísmo, fanatismo, violencia…

Mientras se pierde el tiempo en odiar al contrario (trátese de un hincha de fútbol, un practicante de un credo distinto, un congénere de otra raza o por la razón que sea), ¿no sería mejor preguntarse por qué estamos aquí en este planeta?

O preguntar: ¿Existe Dios?

Si es así, ¿cuál es nuestra relación con él?

¿Tiene un propósito nuestra vida?

¿Qué es el Universo?

¿Qué es el bien?

¿Cómo puede conocerse la verdad?

¿Qué es la muerte? ¿Se termina todo con ella?

Naturalmente estas son preguntas cuyas respuestas nunca han encontrado consenso. Pero de algo no hay duda: quienes las han formulado y dedicado sinceramente a resolverlas, han encontrado estabilidad emocional y paz espiritual que la indiferencia nunca ha podido suministrar.

Tales los frutos de la reflexión. Después de todo, la reflexión acerca a Dios y es en Él que está la fuente de toda verdad.