viernes, 18 de diciembre de 2009

Pecados perdonados pero no olvidados

Un día, después de muchos años de estar inactivos,
mi padre, en forma repentina, nos dijo que
íbamos a comenzar a ir a la Iglesia. Yo protesté. No era
mucho lo que sabía de la Iglesia; sabía que tenía reglas que
estaban en desacuerdo con todo lo que yo estaba haciendo
en ese entonces y consideraba la religión como una
organización fanática que requería la entrega abnegada de
la persona, cosa que mis amigas y yo no comprendíamos y
que condenábamos rotundamente. Además, ¿qué irían a
pensar ellas?
Por fin mi padre y yo acordamos que si después de
asistir a la Iglesia un tiempo yo decidía no ir más, él no
me obligaría a hacerlo.
Llegó el día domingo. Asistí a la reunión sacramental
y a la clase de la Escuela Dominical como si hubiera sido
sorda. Después fui a la clase de las Mujeres Jóvenes. Allí
me senté en un rincón del salón de clases, con los brazos
cruzados y una mirada feroz. (Después me enteré de que,
al ver mi actitud, la asesora estaba tan asustada como yo
esperé que lo estuviera.) Terminadas todas las reuniones,
decidí que jamás volvería a la Iglesia. Para ello, los
domingos subsiguientes busqué toda clase de excusas,
fingiendo un sinfín de enfermedades.
Aun cuando no quise aceptarlo, aquel domingo sentí
algo especial. Sentí que yo, una jovencita nueva en la clase,
era importante para la asesora de las Mujeres Jóvenes.
También fui receptiva al interés que una compañera de
escuela, que era activa en la Iglesia, demostraba por mi
bienestar espiritual. Cada vez que yo hacía algo malo, ella
me recordaba que había un Dios oculto que lo observaba
todo, y de alguna manera se las arregló para convencerme
de que continuara yendo a la Iglesia.



Entonces conocí al obispo, un hombre alto que parecía
ser demasiado amable para su estatura, la cual intimidaba
un poco. En la primera entrevista que tuve con él, me
pidió que ofreciera una oración. Me negué. Sabía la
manera de hacerlo, pero no podía porque creía que Dios
no oiría la oración de una pecadora. El comprendió, pero
yo no entendía cómo podía hacerlo ya que estaba segura
de que él jamás había pecado en toda su vida. Tampoco
me condenó, y sentí que me consideraba al mismo nivel
que todos los "santos" del barrio. Me sentí aceptada y
continué asistiendo a la Iglesia.
Pasaron unos meses y yo sentía algo que nunca había
experimentado antes, y llegué a la conclusión de que el
Espíritu del Señor estaba tratando de decirme que todo lo
que oía y sentía era verdadero. No creo que tuviera yo un
testimonio en esa época, pero sí sabía que quería mucho a
mi compañera de escuela y a sus ocurrencias; que quería
a la asesora de las Mujeres Jóvenes porque ella me quería
a mí; sabía que quería a mi obispo porque él no me
condenaba por los pecados que yo había cometido.
Además, me gustaba la forma en que me sentía cuando
estaba rodeada de todas esas personas, y deseaba
conservar ese sentimiento por el resto de mi vida.
Sentí un gran alivio cuando terminaron las clases,
porque el verano fue una buena manera de
distanciarme de las amigas que no comprendían la
razón por la que cada vez me alejaba más de ellas. Sabía
que cuanto menos las viera tanto más fácil iba a ser
para mí comenzar el proceso del arrepentimiento. Cada
día era una lucha constante, pero para fines del verano
corté definitivamente mi amistad con todas ellas.
Algunas reaccionaron con indiferencia mientras que
otras se mostraron sorprendidas, y no faltaron las que
me odiaban a mí y a mi nueva religión. Pero no me
molestó, porque sabía que mi vida futura sería
totalmente diferente.
Me aferré al evangelio y me mantuve fuerte; hice
un esfuerzo tremendo por aprender todo lo que
sabían mis amigas que se habían criado en la
Iglesia. Muchos de los jóvenes de mi edad
pensaban que yo me exigía demasiado y es posible
que tuvieran razón. Pero yo trataba de perfeccionarme
porque estaba convencida de que jamás me libraría de
los pecados que había cometido. Pensaba que
contestando correctamente todas las preguntas que nos
hacían en la Iglesia y recibiendo premios en las clases de
seminario compensaría por todos los errores que había
cometido. En esa época creía que nunca me vería libre
del pasado. Por esa razón, tomé la resolución de ser lo
más perfecta posible.
Uno de los pasos más difíciles del proceso del
arrepentimiento, al menos para mí, fue el de perdonarme
a mí misma. Fueron cuatro largos años de lucha interior.
Los que me conocían veían en mí a una chica espiritual y
muy versada en las Escrituras; me decían que había
progresado mucho y lo bien que estaba, pero el cargo de
conciencia me consumía por dentro. Había abandonado
los pecados y estaba segura de que Dios estaba
complacido con la nueva vida que llevaba, pero creía
que El tenía presentes mis pecados y esperaba que
reincidiera en ellos.
Un día, desesperada y confundida, pedí que me dieran
una bendición. No podría expresar con palabras la paz
que sentí en él corazón al recibir la revelación personal
de que el Espíritu Santo me haría saber que mi Padre
Celestial me aceptaba y estaba complacido conmigo.
Con la lógica no podía llegar a comprender cómo iba
a suceder una cosa así, pero mi corazón aceptó la
promesa y creí en ella.
Un día, al leer un libro de Jeffrey R. Holland, que en
ese entonces era presidente de la Universidad Brigham
Young, encontré la respuesta a lo que para mí no tenía
explicación. En ese libro*, el élder Holland hace una
analogía en la que compara la vida con una tabla, y
explica que cada vez que cometemos un pecado clavamos
un clavo en ella. Agrega que, lamentablemente, mucha
gente cree que cuando nos arrepentimos sacamos los
clavos pero los orificios permanecen allí para siempre. No
obstante, el élder Holland dice que no es así, ya que,
cuando nos arrepentimos, se nos da una tabla nueva. Esa
analogía fue para mí aún más hermosa cuando me di
cuenta de que los únicos orificios que permanecen son los
de las heridas de las manos y los pies de Cristo. Su
sacrificio fue total.



Es sumamente importante tener presente que el Señor
nos ha prometido que si nos arrepentimos, El no
recordará más nuestros pecados. (Véase D. y C. 58:42.)
Es imposible cambiar el modo de vivir cuando se cree
que nunca nos libraremos de las iniquidades del pasado.
Por eso es esencial saber que El, sin lugar a dudas, tiene
el poder de purificarnos.
Aun después de esa revelación continué
preguntándome por qué no podía olvidarme de los
pecados cometidos. ¿Qué debía aprender de todo
aquello? Ahora me doy cuenta de que el recuerdo de
esas cosas nos sirve de recordatorio de la misericordia del
Señor y del poder del perdón. No me alegra en absoluto
el haber hecho lo que hice, pero ahora valoro más el
evangelio porque sé lo que sería mi vida sin él.
Antes consideraba mis pecados como sanguijuelas en
el alma; ahora son para mí una ayuda misericordiosa. No
estoy alegando que para recibir misericordia haya que
pecar, porque éste nunca ha sido ni será felicidad, se
aprenda lo que se aprenda después del arrepentimiento.
Pero el hecho de que no podamos olvidar los pecados
tiene un propósito, y creo que éste es que Dios quiere
que ayudemos a otros a darse cuenta de que, después del
arrepentimiento, se les entrega una tabla nueva, sin
orificios ni astillas de ninguna clase, una tabla hecha de
un árbol, al igual que la cruz del Calvario de Jesús.

por: Heather O'Brien

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